Una mañana, cuando aún dormía, mi padre, suavemente lo posó sobre mi
cama y palmeándome cariñosamente la frente, muy bajo me dijo: «Es tuyo».
Era blanco, cándido e indefenso. Tímidamente se paró con esas sus patitas que
más parecían copos de nieve. Levantó sus orejitas y quiso balar, pero apenas le
salió un sonido inarmónico que me estremeció el alma.
Parecía un juguete. Sí, era idéntico a los que usaban los niños del pueblo
en días de fiesta.
Sus ojos llenos de dulzura, al encontrarse con los míos se confundieron con
ternura infinita. Triste, melancólico y dolorido sacudió su cabecita y a
través de su mirada llena de misterios parecía soñar con su madre y sus altas y
escarpadas punas. De pronto, nervioso, quiso correr. Mis manos lo sujetaron.
Encabritándose, berreando y respirando fatigosamente, trató de liberarse.
Después de tan inútil forcejeo, rendido, se quedó dormido plácidamente
sobre mi cabecera. Contemplarle así, entregado al sueño, era como un cuadro al
natural que cualquier pintor hubiese querido tenerlo.
Su blancura y su dulce dormir llenó de alegría mi ser. Fue entonces que le
bauticé con ese nombre que suena a pan y cariño: Panchito.
Después de esa mañana vinieron muchas más, hasta que un día en esa su
cabecita redonda le salieron dos cuernos puntiagudos como dos pequeñas estacas.
Así se veía como un adulto. Gordo, esponjoso, parecía rebotar cuando corría.
Con él, las mañanas y las tardes siempre nos sonreían porque éramos sus
amigos. También los chiquillos y los animales con los que nos encontrábamos en
el camino gozaban de nuestras ocurrencias y travesuras. A menudo, especialmente
en los atardeceres, entre el silbido del viento y la hora de oración de los
pajarillos, los dos, juntos, nos sentábamos a escuchar la maravillosa sinfonía
que se regaba por el campo; entonces, Pancho, contagiado por esa armonía
cautivante, plantaba bien sus patitas en tierra y alzando el hociquito al
cielo empezaba a balar fuerte, tan fuerte, hasta que mis brazos llenos de
ternura y amor lo aquietaban perdiéndose entre sus sedosas y blanquísima
lanas.
De aquella mañana, recordar no quiero, porque sólo con hacerlo, el
alma se me llena de tristes y amargos desencantos; si embargo, las imágenes de
esas horas recorren por mi mente como si lo estuviera viendo.
Cuando desperté no había nadie en casa. Todos habían madrugado. De
pronto escuché los balidos desesperados de Pancho. Era él quien me
llamaba. Sobresaltado corrí, y vi a la propia muerte hundiéndole los dientes
sobre su pescuezo blanco y apergaminado. Él, saltaba de un lado para otro.
Luchaba. Se abatía con fuerza. Inútilmente trataba de romper las ligaduras que
le aprisionaban las patitas lanudas de blanco marfil. Así, encorajinado y
defendiéndose heroicamente permaneció largo rato; hasta que finalmente, el
cuerpo se le estremeció y un suspiro lento y entrecortado acabó con su agonía.
La sangre tibia y burbujeante corrió como río embravecido por el patio
empedrado; luego, poco a poco tornóseroji-oscura, hasta coagularse.
No comprendí lo que estaba pasando. Aquellos minutos fueron como sueños de
mal gusto. Inmensamente horroroso, terrorífico. Desde el primer momento, cual
inmensas y monstruosas alucinaciones, se dibujaban ante mis ojos la cara feroz
del asesino y el inmenso cuchillo que reverberaba ante los rayos del sol de las
primeras horas de aquella mañana.
Perdido en el tiempo y en el mundo caminaba sin rumbo mientras el ardor
insoportable devoraba mis intestinos. Eran horas de confusión, agonía y muerte.
Aquel atardecer cuando aún lloraba, arrancándome los cabellos,
golpeándome, maldiciéndome, mi madre, que ya había vuelto del trabajo, al
enterarse del triste fin de Pancho, en silencio se me había acercado. Recuerdo
que sentí sus manos amorosas sobre mis hombros y con los ojos llenos de
lágrimas me envolvió entre sus brazos. Así llorando, me susurraba al oído
palabras, palabras que Pancho, ese amigo memorable, hubiese querido que las
escuchara.
Aquella noche, la casa entera estaba de duelo. La muerte, después de
haber bebido sangre aún festejaba punzando nuestros cuerpos heridos.
Mis hermanos que también lo amaban, lloraron conmigo. Cómo no lo íbamos
hacer, si Pancho era el centro de nuestras ternuras y alegrías. Si aquel
animalito, que sólo le faltaba hablar, era como un hermano más, ya que su vida
era parte de nuestra vida.
De tanto llorar, ya a la hora en que los gallos acostumbran cantar, nos
quedamos dormidos, dejando los últimos balidos de Pancho en esas horas inermes,
llenas de tragedia.
Hoy, con los pelos que me pintan canas y a pesar de haber
transcurrido los años, todavía te recuerdo Pancho.Hasta ahora no logro
comprender el corazón de las gentes. No concibo tanta maldad, tanto rencor. Por
una travesura en la casa del vecino no creo que hayas merecido la pena capital.
No creo que el delito haya sido tan grave para que él mismo te sentenciara y
ejecutara.
Hoy como ayer, tú estás vivo Pancho. Tus ojos lánguidos, tu color blanco
marfil lo estoy palpando, y acariciándote entre mis brazos te sigo llorando
amigo, mientras tú, sigues agonizando como un mártir en el tiempo.
Pancho, Panchito, así lo llamábamos. Su cabecita redonda jugueteaba
sobre su pescuezo acolchado. Sus ojitos negros y vivaces me miraban con la
sonrisa de un niño inocente. Su lana suave, esponjosa, completamente blanca,
parecía dormir sobre su cuerpo, como si fueran nubes carmenadas por las rocas.
Así era Pancho, ese amigo inolvidable de mi infancia. Dulce, tierno,
cariñoso. Hoy, sólo me queda el recuerdo, y cada vez que lo hago, un nudo de
nostalgia se me ahoga en la garganta.
Por: Manuel L. Nieves Fabián
Cuentan que un día cuando un hombre viajaba a las haciendas de la
costa en busca de trabajo para conseguir dinero, en el camino se encontró con
un caballero elegantemente vestido de negro montado sobre un hermoso caballo
blanco, quien le dijo en tono imperativo:
-¡Amigo, ¿a dónde se va Ud.?
Asustado el hombrecito contestó:
-¡A la hacienda de Espachín, señor!
-¿Buscas trabajo?. ¿Quieres ganar plata? -inquirió el caballero de blanco, luego
continuó- Si buscas trabajo y quieres ganar mucho dinero
vamos a mi hacienda.
-¿Dónde queda, señor, tu hacienda?, ¿En qué trabajaré? -preguntó curioso-
-Mi hacienda no está tan lejos. Está pasando aquel cerro, abajo en la
quebrada -dijo señalando el lugar-
-¿Cuánto pagarás, señor?
-¡Mucho dinero, lo suficiente para que puedas vivir toda la vida! Eso
sí, primeramente haremos un contrato por un año, sin lugar a renuncia. En
caso de incumplimiento perderás todos tus beneficios.
Como el hombrecito necesitaba dinero y no podía perder esta ocasión, aceptó
y firmó el compromiso. Apenas ambas partes rubricaron sobre el papel, el
caballero de blanco ordenó que subiera a las ancas de su caballo y veloz
partieron por caminos que nunca había visto. El caballo corría dando resoplidos
y de sus cascos brotaban menudas chispas fulgurantes. Al llegar a un inmenso
portón el caballo dio un relincho largo y prolongado, enton- ces, por sí solo
se abrió el zaguán haciendo resonar sus goznes.
Las graderías, cual inmensos anillos, a manera de un camino a lo más
profundo de la tierra, los condujo a un lugar a donde no llegaban ni los rayos
del sol. Reinaba la penumbra durante el día y la noche. La luz se asemejaba a
una luna tan débil en un mundo donde al parecer no habían signos de vida.
Para empezar su trabajo, el patrón le entregó un par de zapatos de fierro
con la condición que sus servicios terminarían el día en que los zapatos se
acabaran. Así, el hombrecito empezó su trabajo haciendo los más raros
mandatos. Si no cumplía, el patrón se enojaba y lo castigaba, dejándole el
cuerpo completamente lacerado.
Un buen día le ordenó que cogiera leña del fondo de un pantano y que
cargara en la mula que dormía a orillas de un gran río; diciendo esto, le hizo
ver al animal.
El hombrecito aceptó sin chistar. Cuando se aproximó a la bestia, ésta,
al despertarse salió corriendo como una bala y de sus ojos parecían saltar
chispas de fuego. La mula era tan briosa y salvaje que con sus cascos
amenazaban aplastar al hombre. Siéndole imposible atrapar, no supo qué hacer.
Cuando se lamentaba y lloraba, se le apareció un anciano que con una voz tan
dulce le aconsejó:
-”Así nunca atraparás a la bestia, no tienes ni soga, nada tienes.
Infeliz y desdichado eres. Esto te pasa por haber aceptado el contrato sin
haberlo pensado. Sano y buen hombre eres, por eso te voy ayudar. Para
atrapar a esa mula, acércate lo más que puedas y arrójale al cuello, con
tu mano izquierda, la faja que llevas puesto en la cintura. Cuando hayas
logrado, ya no correrá. Una vez que está en tus manos no dejes que se te
escape ni menos le tengas compasión, en lo posible flagélalo duro y firme.
Has que te respete y te tenga miedo. Cuando hayas logrado esto, llévalo al
canto del pantano y cúbrale los ojos con tu poncho y sujétalo bien
firme, luego grita: ¡Cárgakuy, cárgakuy, cárgagakuy…! Al escuchar tu voz
saldrán las culebras y toda clase de serpientes del fondo del pantano y se
colocarán a manera de tercios de leña sobre el lomo de la bestia. Ella corcoveará y respingará y
arrojará la carga cuantas veces sea necesario. Tú, con valor
gritarás fuerte, lo sujetarás y lo castigarás. Cuando se haya cansado
completamente, sudando y temblando de rabia cederá; entonces,
formarás sogas uniendo las puntas de las culebras y con fuerza
ajustarás la carga; en caso que el animal no se dejara cargar, lo castigarás
hasta sangrarlo, verás, que por fin se quedará quieta.”
El hombrecito hizo todo cuanto le dijo el anciano. No fue nada fácil, pero
logró hacerlo.
Cuando llegó a casa del patrón y descargó la leña, éste no salía de su
asombro. Nadie había pasado esta prueba. Lo que el hombrecito había hecho era
extraordinario.
Y así, todas las órdenes eran obedecidas y cumplidas, pero con la ayuda
del anciano. Al cumplir el año de trabajo, los zapatos ya se le habían
acabado, entonces exigió al patrón que cumpliera las cláusulas del contrato.
El patrón no tenía argumentos para negarlo. Era la primera vez que un mortal
le exigía con justa razón el pago por su trabajo; entonces, ordenó al hombrecito
que llenara cinco costales de carbón. Él no se explicaba para qué, pero
pensando que era su último trabajo fue con dirección a la cocina; al llegar,
encontró a una mujer cruel -mente maltratada; al verla, se asustó; al
preguntarle, quién era, ella respondió que había cargado leña y el empleado le
había maltratado así, y que sufría esta condena por ser la mujer del cura.
El estado en que se encontraba la mujer le heló el cuerpo. Nunca había
pensado que la mula sería la mujer; sin embargo, no quiso desobedecer a su
amo, y presuroso llenó los cinco costales de carbón.
El patrón no encontró motivos para pretextar y retenerlo por más tiempo.
Leyó y releyó el contrato y no tuvo más remedio que cumplir. Mirándole con
envidia por el alma que perdía le dijo:
-¡Puedes irte! ¡Llévate por el precio de todo tu trabajo los cinco costales
de carbón! Eso sí te recomiendo que no lo abras, sino al llegar a tu casa.
-¡Pero patrón… mi ganancia…? -trató de interrogar el hombrecito-
Éste, con los ojos fosforescentes, le clavó una mirada severa. El peón
agachó la cabeza y no tuvo más remedio que cargar su carbón y retornar a su
casa. En todo el trayecto iba llorando, maldiciendo la hora en que su patrón se
cruzara en su camino. “¡Un año de trabajo para ganar
sólo carbón!”, repetía mecánicamente a cada instante.
Sin darse cuenta había llagado a su casa. Su mujer y sus hijos que nada
habían sabido de él durante un año, al verlo vivo no supieron qué hacer.
Saltaban de gozo y lloraban de alegría. El hombrecito ni por eso se sintió
feliz, seguía llorando por haber sido engañado y por haber malgastado su tiempo.
Cuando le preguntaron el porqué de su congoja, les narró sus historia, y como
prueba, dijo: “¡Ahí están los cinco costales de carbón.” Los
curiosos, sus amigos y familiares fueron descargar a los burros que
difícilmente se mantenían de pie. Los costales pesaban como si contendrían
piedras. Al abrirlos, para sorpresa de todos no era carbón, sino monedas de
oro.
El hombrecito mudó su tristeza por la alegría y consideró que había sido
bien pagado por todas las penurias allá en el fondo de la tierra.
De puro contento organizó una fiesta para todo el pueblo ante el asombro
de todos ellos